El Misterio de Roseto (segunda de dos partes)

(Extraído del libro Outliers de Malcolm Gladwell)

     Lo primero que pensó Wolf fue que los rosetinos debían de haber conservado algunas prácticas dietéticas del Viejo Mundo que les hacían estar más sanos que otros norteamericanos. Pero rápidamente comprendió que no era el caso. Los rosetinos cocinaban con manteca de cerdo en lugar de aceite de oliva, mucho más sano, que usaban en Italia. La pizza en Italia era una corteza delgada con sal, aceite y quizás tomates, anchoas o cebollas. La pizza en Pensilvania era una masa de pan con salchichas, pepperoni, salame, jamón y a veces, huevos. Dulces com los biscotti y los taralli, que en Italia solían reservarse para Navidad y Semana Santa, en Pensilvania eran consumidos todo el año. Cuando los dietistas de Wolf analizaron las comidas habituales del rosetino típico, encontraron que hasta un 41 por ciento d esos calorías procedían de las grasas. Tampoco era un lugar donde la gente se levantara al amanecer para hacer yoga y correr diez kilómetros a buen paso. Los rosetinos de América fumaban como sus carreteros antepasados; y muchos lidiaban con la obesidad.

     Si ni la dieta ni el ejercicio explicaban las conclusiones, ¿se trataba, pues, de genética? Puesto que los rosetinos procedían de una misma región en Italia, el siguiente pensamiento de Wolf fue preguntarse si vendrían de una cepa especialmente recia que los protegiera de la enfermedad. Entonces rastreó a parientes de los rosetinos que vivían en otras partes de Estados Unidos para ver si compartían la misma salud de hierro que sus primos de Pensilvania. No era el caso.

     Entonces miró la región donde vivían los rosetinos. ¿Era posible que hubiera algo en las colinas de Pensilvania oriental que fuese benéfico para la salud? Las dos poblaciones más cercanas a Roseto eran Bangor, a escasa distancia colina abajo, y Nazareth, a pocas millas de distancia. Ambas tenían aproximadamente el mismo tamaño de Roseto y se habían pobado con la misma clase de laboriosos inmigrantes europeos. Wolf repasó los registros médicos de ambas localidades. Para varones de más de sesenta y cinco años de edad, los índices de mortalidad por enfermedades cardiovasculares en Nazareth y Bangor triplicaban los de Roseto. Otro callejón sin salida.

     Wolf comenzó a comprender que el secreto de Roseto no era la dieta, ni el ejercicio, ni los genes, ni la situación geográfica. Que tenía que ser Roseto mismo. Caminando por el pueblo, Bruhn y Wolf entendieron el por qué. Vieron cómo los rosetinos se visitaban unos a otros, se paraban a charlar en italiano por la calle o cocinaban apr sus vecinos en los patios traseros. Aprendieron el ámbito de los clanes familiares que formaban la base de la estructura social. Observaron cuántas casas tenían tres generaciones viviendo bajo el mismo techo, y el respeto que infundían los viejos patriarcas. Oyeron misa en Nuestra Señora del Monte Carmelo, asistieron al efecto unificador y calmante de la liturgia. Contaron veintidós organizaciones cívicas en la localidad que no alcanzaba los dos mil habitantes. Repararon en el rasgo distintivo que era el igualitarismo de la comunidad, que desalentaba a los ricos de hacer alarde de su éxito y ayudaba a los perdedores a disimular su fracaso.

     Al trasplantar la cultura campesina de la Italia meridional a las colinas de Pensilvania oriental, los rosetinos habían creado una poderosa estructura social de protección capaz de aislarlos de las presiones del mundo moderno. Estaban sanos por ser de donde eran, por el mundo que habían creado para sí en su pequeña comunidad de las colinas.

     -Recuerdo la primera vez que estuve en Roseto y vi las comidas familiares de tres generaciones, todas las panaderías, la gente que paseaba por la calle, que se sentaba a charlar en los pórticos, los telares de blusas donde las mujeres trabajaban durante el día, mientras los hombres sacaban pizarra de las canteras- explica Bruhn-. Era algo mágico.

     Cuando Bruhn y Wolf presentaron sus conclusiones ante la comunidad médica, se enfrentaron al escepticismo que cabe imaginar. Escucharon conferencias de colegas suyos que ofrecían largas columnas de datos organizados en complejos gráficos y se referían a tal gen o cual proceso fisiológico, mientras que ellos hablaban de las ventajas misteriosas y mágicas de pararse en la calle a hablar con la gente o de tener a tres generaciones viviendo bajo un mismo techo. La longevidad, según creencia convencional en aquel tiempo, dependía en mayor grado de quiénes éramos; es decir, de nuestros genes. Dependía de las decisiones que adoptábamos (respecto a lo que decidíamos comer, cuánto ejercicio elegíamos hacer y con que eficacia nos trataba el sistema público de salud). Nadie estaba acostumbrado a pensar en la salud en términos comunitarios.

     Wolf y Bruhn tuvieron que convencer a la institución médica de que pensara en la salud y los infartos de un modo completamente nuevo; no se podía entender por qué alguien estaba sano si sólo se tenían en cuenta las opciones o acciones personales de un individuo de forma aislada. Era preciso mirar más allá del individuo. Había que entender la cultura de la que formaba parte, quiénes eran sus amigos y familias, y de qué ciudad procedían, comprender que los valores del mundo que habitamos y la gente de la que nos rodeamos ejercen un profundo efecto sobre quiénes somos.

 

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